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Editorial publicado en la Revista Telemundo el 26 de agosto 2014 |
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Cuando Cristóbal Colón se aventuró a cruzar el Atlántico en
1492, su brújula mayor fue en todo momento la palabra
posibilidad. No sabía con certeza qué le deparaba el destino,
pero estaba seguro de que era el momento de encontrar una
nueva ruta.
Durante siglos no existió prácticamente en ninguna cultura del
planeta tierra la costumbre de encontrar posibilidades, explorar
no era lo común, sólo lo hacían un puñado. Quien se lanzaba a
lo desconocido era un aventurero, había que ser valiente para
treparse en un barco ignorando por completo el destino.
El mundo ha dado muchas vueltas desde entonces, suficientes
para que la palabra posibilidad cambie de carácter. Ahora en el
Siglo XXI es común escuchar que quien no explora posibilidades
está fuera de órbita.
Este asunto de las posibilidades tiene su propia dinámica:
cuando Colón se lanzó a cruzar el Atlántico, fue porque vía el
Mediterráneo no había cómo llegar al Lejano Oriente. Si los
turcos no hubiesen cerrado el Mediterráneo, quizá Colón no
habría realizado sus viajes.
La palabra posibilidad aparece cuando el ser humano imagina
que algo puede suceder de otra forma, para bien o para mal, y lo
hace en la mayoría de los casos al estar bajo presión.
Es común que las exploraciones lleven a pensar que lo propio
vale menos, los ojos llegan a brillar al ver hacia afuera. Son muy
pocos los que saben entrar en el mundo de las posibilidades y al
mismo tiempo aprecian lo que tienen, digamos que es
complicado porque se vive un momento de contradicción casi
total. Un buen ejemplo de lo que digo es el de los migrantes: al
ver que en casa no hay oportunidades de prosperar, el sueño de
ir a otro país se convierte en un cuento de hadas. Igual llega a
suceder cuando los países se proponen grandes proyectos, no
falta el poderoso que descalifica a sus paisanos y cree que sólo
los de afuera pueden concretar planes de alta complejidad.
Pensar así contagia de miedo a miles y hasta a millones.
Es fácil desdeñar lo propio y creer que lo de afuera es mejor: el
mejor camino, la mejor manera de hacer las cosas, lo mejor en
todo.
Ver lo de afuera es fácil, está frente a nuestros ojos, lo podemos
observar a detalle, incluso admirar con toda paciencia por los
cuatro costados. Común es que cuando alguien viene de afuera
nos platique de las maravillas que ve en nosotros, en nuestras
comunidades, costumbres y modos de ser, en nuestras
creaciones y potencialidades, logros, historia y momentos
deslumbrantes.
Y es que ver hacia adentro es incómodo, no hay cómo hacerlo de
froma completa sin un espejo. Y ese espejo difícilmente lo mira
todo de un sólo golpe. Al ver al otro y lo otro, aprendemos
también quiénes somos.
Hay varios tipos de espejos, aquí anoto algunos: el clásico que
nos refleja completos, aunque es siempre difícil vernos de
cuerpo entero; por delante, detrás y los lados también. Espejo es
también un análisis de sangre, el conocer o sólo mirar a otra
persona, un examen escolar, la cama en la que dormimos,
nuestros platillos predilectos, las fechas de celebración y
también las posibilidades que vemos de nosotros mismos a
futuro.
Espejo es vernos caminado hacia adelante. Espejo es cuando no
dejamos que nos descarten así nomás. Es también dar la pelea
por explorar nuestras posibilidades e imaginarnos justo ahí:
¡valientes, en la foto! (J.A.F.)
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