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Comida |
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Editorial publicado en la Revista Telemundo el 29 de diciembre 2020 |
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Por José Antonio Fernández Fernández
A ella, a la abuela, le gustaba organizar una comida cada sábado. Hoy no la haría como era su costumbre, pero sería la primera en decir: "les aviso, por ahí algo invento".
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La comida de los sábados de la abuela fue siempre de puertas abiertas. Como los llamados a misa, cuando suenan las campanas de la torre, quien quiere llegar, llega; el que decide no ir, simplemente no va. Ya vendría otro sábado.
Por años, la comida de los sábados cultivó esa sensación de libertad. Por supuesto, hablaba por teléfono para recordar que la tendría lista. Logró crear su propio ritual. Sabía que quien llegara estaría contento, se la pasaría bien, tan bien que ahí se quedaban siempre por horas, muchos salían hasta la noche.
No recuerdo que en esas comidas alguien se hubiera emborrachado, tampoco había drogas, aunque nada estaba prohibido. Nunca hubo baile. La música se escuchaba únicamente cuando alguien tenía la iniciativa de poner "un CD en el aparato de sonido", solo yo lo hacía sonar.
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En la comida de los sábados no había discriminación, en la mesa solo un lugar estaba reservado: la cabecera, un buen día le dije que ese lugar le pertenecía. Avisó a todos, desde entonces no perdió su Sitio de Honor. Las demás sillas y sillones eran de tod@s. En mi memoria siempre está presente su colección de adornos chiquitos que tenía en una mesa de centro y en dos laterales de la sala, eran "adornos-recuerditos" muy frágiles, nunca los quitó a pesar de que estaban al alcance de l@s niñ@s, l@s enseñó a observarlos, a quererlos. Nunca los rompieron, solo los contemplaban con cariñosas miradas.
Cada platillo que cocinaba lo hacía pensando en cada uno de sus invitad@s, aprendió desde niña que sentirse consentida es todo un derecho que casi debía de ser constitucional. Produce tanta alegría que el rostro se ilumina como si fuera un sol. Decirle a alguien: "te hice tus enchiladas", es un momento de felicidad que da energía para la semana y el mes. Hay a quien esa recarga de energía le sirve por años.
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A quien le gustaba echar siesta lo tenía identificad@, les decía: a la siesta. El encanto mayor de la comida de los sábados era el ritual de la convivencia y de la plática sin censura. Se hablaba de todos los temas, de todos, nadie nunca le dijo a otro: de eso no se habla en esta casa. Tocar todos los temas sin censura, con absoluta libertad, pensando a fondo lo que se dice y abierto a la conversación siempre, fue una enseñanza de por vida. Tod@s opinaban, chic@s y grandes por igual.
Reír era parte importantísima del ritual, ese ánimo de querer pasarla bien ahí, de saber que ahí era un lugar especial, aire fresco. Juguetear en el jardín, jugar futbol por horas, videojuegos, conversar, ver la tele, siestear o echar una cabeceada, cada quien con lo suyo. No tener prisa para irse, el secreto.
Podían llegar hasta 30 a la comida de los sábados, un tumulto. Eso le gustaba, el tumulto, por eso ahora no llamaría para recordar de su comida. Pero como le gustaba la modernidad, habría sido la primera en hacer la comida virtual de los sábados, siempre sabiendo que ese ánimo de reunir es el que vale oro, va adelante. ¿Qué fue primero, la comida o los invitados? Nunca preguntó si podía hacerla, siempre la hizo (JAF)
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