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Velocidad |
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Editorial publicado en la Revista Telemundo el 05 de diciembre 2011 |
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Por José Antonio Fernández
Cuando un auto es conducido en carretera, se da un momento
casi natural de aumento de la velocidad. Es una sensación
prácticamente inevitable. Luego de un tiempo de ir sintiendo el
automóvil, quien maneja va tomando confianza, percibe que
controla la máquina, que el volante le obedece y que el camino
es suyo.
Aumentar la velocidad tiene también una muy placentera
carga de adrenalina, produce instantes de gozo únicos. Hay filas
siempre para subirse a las montañas rusas y a los juegos de
caída libre, de hecho son los más atractivos de los parques de
diversiones.
Correr más rápido despierta al cuerpo y a todos los sentidos.
Como que la mente ve más, la percepción se alborota y hasta se
da un sentimiento de orgullo. Famosas son las escenas de
películas en las que se viven acciones de riesgo a alta velocidad.
Es divertido verlas, causan una mezcla de miedo, diversión y
felicidad incontrolables.
Quien piensa rápido cree que sabe más, que atina. Los
concursos de televisión retan a la agilidad mental. Quieren que
en segundos el participante acierte, quien no lo hace es
reprobado. Recibe un triste adiós en su curriculum.
La velocidad tiene sus críticos. Uno de los más importantes se
da en la cocina. Los sibaritas están en contra de la velocidad,
saben que un buen platillo es siempre mejor si se cocina a fuego
lento. Otros críticos duros de la velocidad son también los
expertos en sexo, feroces critican siempre al rapidín.
Recomiendan en todo caso tomarse el gran momento con calma,
echar mano de aceites, sonidos y aromas selectos y concentrarse
como si fuera la última vez, tal y como apunta la canción de
Consuelito Velázquez.
Quienes suben altas montañas tampoco creen en la
velocidad, son almas contemplativas, igual lo son los
paracaidistas que quieren nunca caer. Quien gusta de la poesía,
desprecia la rapidez, el corazón y la mente necesitan tiempo,
valor que nunca tenemos en las manos, que se nos va
muchísimo más rápido de lo que quisiéramos.
Dirían los que se dicen neutrales y relativistas, que prefieren
no polemizar ni meterse en líos, la clásica frase aplicable a
cualquier momento y ocasión, que siempre saca de apuros: la
velocidad en ocasiones es buena y otras veces no. Una
ambulancia con un moribundo dentro requiere velocidad, igual
un balón de fútbol americano para volar y ser cachado, lo mismo
sucede con aviones y helicópteros y es deseable que pase con
trámites burocráticos.
Pero ese deseo de no polemizar y de creer que la velocidad
sólo aparece cuando se le necesita, no es tan acertado. La
velocidad está siendo parte del mundo moderno y ha conseguido
poner contra la pared a la sociedad entera.
Se exige hoy velocidad para que se den las cosas, para ganar
más dinero, para que el otro responda, para que se expliquen los
problemas de un plumazo, para conseguir resultados, para que
se termine el proyecto, para que aparezcan soluciones y hasta
para exponer una idea de forma clara.
La velocidad es una idea de la vida moderna. Quizá tiene unos
cien años en un mundo que cuenta su vida por eras. Muy
atractiva es la idea de velocidad. Por supuesto, alimenta en un
sólo momento todos los pecados capitales juntos y más.
Enfrentar la obligación por la velocidad es todo un reto para los
que vivimos este Siglo XXI, en el que ser lentos puede significar
fracaso mayor, aunque no lo sea (J.A.F.)
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