Por José Antonio Fernández
Sin la menor duda, puestas en escena, decisiones, películas, acciones de gobierno, opiniones, cualquier tipo de actividad humana y hasta las más sesudas críticas, pueden llegar a hacerse merecedoras de una buena tunda de jitomatazos. Jitomatear tiene cierta facilidad porque quien jitomatea no tiene responsabilidad alguna de aportar una idea constructiva que ayude de manera directa a mejorar al jitomateado.
Existe toda una tendencia que no está de acuerdo con los jitomatazos, en tanto considera que no ayudan a crear un mundo mejor. Sin embargo, la realidad demuestra que hay momentos en que los jitomatazos aparecen en forma espontánea o casi espontánea como si fueran un derecho a ejercer que da sentido al momento que se vive. Recuerde el lector los célebres zapatazos que el periodista iraquí Muntazer al-Zaidi propinó a George Bush el 14 de diciembre de 2008, cuando todavía el texano era Presidente de Estados Unidos, o los chiflidos recibidos por equipos de fútbol, como le ha sucedido a la Selección Mexicana, cuando pierden porque sus jugadores ante los ojos de su público no se esfuerzan por cambiar el destino de la derrota.
Jitomatear es criticar sin medida, es un acto de voluntad que puede incluso llegar a rozar la frontera de la violencia peligrosa. Teatros de gran fama y prestigio popular, como el Blanquita, presumen que su público “sabe sacar del escenario a jitomatazos a los que no cumplen con el espectáculo”.
Si concedemos que el jitomatear existe porque aparece en un momento emocional espontáneo del ser humano que califica sin titubeos en forma más que negativa al jitomateado, aceptamos entonces también en automático que puede existir crítica de cualquier nivel que no pretenda en ningún momento ser constructiva.
Imposible es que los jitomatazos se acompañen de crítica constructiva. Desafortunadamente se dan esos momentos indeseables de crítica total, que no de descalificación. Hasta el más sensato y prudente ha lanzado alguna vez un jitomatazo.
De hecho, hoy en día se comenta en cualquier sobremesa de nuestro país que en México ver lo negativo se ha convertido en un deporte nacional, que ya a la menor provocación lanzamos jitomatazos sin piedad. Escuché decir al entrenador Manuel Lapuente que la mala imagen del equipo América no tiene relación con sus resultados en el terreno de juego, afirma que el desprestigio es producto de los jitomatazos cotidianos lanzados por periodistas de todos los medios.
Acabar con los jitomatazos no es buena idea, se necesitan en momentos de dificultades mayores. Incluso los jitomatazos pueden evitar violencia mayor. Son en muchos casos el último aviso. Quien los entiende puede encontrarlos útiles. Alertan, abren los ojos, obligan a escuchar, sensibilizan.
Para que los jitomatazos tengan fuerza verdadera necesitan de los aplausos, aunque ambos sucesos recordables por lo general aparecen en distintos tiempos (en ocasiones se les ve juntos). Si en el Blanquita se presenta un artista y recibe una gran ovación del público, es en ese justo momento cuando ese público presente tiene la oportunidad de comprender en toda la extensión de la palabra la posibilidad de que a otro artista lo surtan de jitomatazos. Es la gloria o el infierno. Como en las buenas telenovelas: el antagónico da sentido y grandeza al protagónico, y viceversa.
Cuando los jitomatazos se vuelven práctica diaria, pierden valor, no se comprenden, no hay quien los entienda. Se puede dar el caso de que el jitomateador acabe jitomateado. Es común ver que eso sucede cuando alguien hace un chiste de mala leche sobre otra persona sólo con mala intención y sin ninguna razón que lo provoque.
Jitomatear y aplaudir es la dinámica, un extremo sin el otro no existen. No es un juego de equilibrio y tampoco de coexistencia. Se vale jitomatear. También se vale aplaudir, se siente uno bien al hacerlo, al reconocer (J.A.F.)
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